martes, 29 de noviembre de 2011

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El viejo presidencialismo
Jueves, 30 de Noviembre de 2006
Alejandro Rosas / Historiador.
El gran logro de la revolución mexicana fue elevar a rango constitucional las demandas políticas y sociales ignoradas por el porfiriato durante los años de la dictadura: artículo 3º (derecho a la educación), 27 (reivindicación de la propiedad de la nación sobre el suelo y el subsuelo y derecho a la tierra), 123 (derechos laborales), 130 (relación entre el estado y la iglesia). Los constituyentes también garantizaron el sufragio libre y directo para la elección del presidente de la república y demás cargos de representación popular. Hacia 1917, la Constitución gozaba del reconocimiento internacional: en términos sociales México tenía una legislación moderna, vanguardista y sobre todo, futuro.
La fundación del partido oficial en 1929, sin embargo, trastocó el sentido original de la revolución mexicana. Creó un sistema político a todas luces, antidemocrático autoritario, impune, y corrupto, sin un proyecto de nación a largo plazo que rebasara la efímera temporalidad de los sexenios, con un manejo perfecto del lenguaje de la simulación y ajeno a cualquier estado de derecho. El sistema político mexicano y sus presidentes acabaron con el respeto a la ley e hicieron imperar su discrecionalidad al aplicarla.
Desde 1940 los mexicanos comenzaron a vivir dentro de una ficción democrática. De acuerdo con la Constitución, el país estaba constituido como una república democrática, representativa y federal, pero en los hechos la democracia sólo era un “bello poema” -como había dicho Justo Sierra, años atrás, refiriéndose a la constitución de 1857. El sistema hizo de la política una mentira y de la simulación un arte.
Pero la mentira es una realidad política fundamental -escribió Gabriel Zaid. Las democracias simuladas no gobiernan por la simple fuerza bruta, sino por la trampa: apoderándose de la verdad. Los ciudadanos están a merced de las autoridades, en primer lugar, porque no pueden demostrarles nada. Hay toda una industria de la verdad oficial: triunfos electorales, leyes, noticias, libros de texto, sentencias judiciales, adhesiones, desfiles, celebraciones, manifiestos. El crecimiento del estado y la corrupción son casi efectos derivados: adueñarse de la verdad facilita adueñarse de todo lo demás.
Con un gobierno que actuaba como juez y parte en las elecciones, los viejos métodos electorales porfirianos palidecieron junto al perfeccionamiento de los mecanismos fraudulentos perpetrados por la “familia revolucionaria” en cada proceso. Cada jornada electoral el sistema estrenaba un nuevo instrumento que garantizaba su triunfo en los comicios: del robo con ametralladoras Thompson pasaron a la urna embarazada -previamente llena. De la intromisión de la fuerza pública al carrusel o al ratón loco -en camiones, centenares de acarreados eran llevados a votar en todas las casillas posibles. Del conteo doble a la célebre “caída del sistema”, sin olvidar el taco de votos, el robo de urnas y la falsificación de actas. Sexenio tras sexenio, el gobierno violentó el ejercicio libre y pleno del sufragio y minó el poder del voto hasta hacerlo nulo.
Pero en el deterioro de las instituciones y del estado de derecho, la sociedad también fue responsable. Desde 1940 se rindió al “canto de la sirenas” de la estabilidad, del incipiente crecimiento, de las obras públicas anunciadas entre bombos y platillos, de la industrialización, de la educación gratuita -infraestructura sustentada en proyectos a corto plazo interrumpidos, generalmente, al cambio de sexenio.
Mientras el modelo económico funcionó --para una población que en 1970 no rebasaba aún los cincuenta millones de habitantes-- y pudo garantizar cierto bienestar social con un ingreso decoroso para una parte de los mexicanos, seguridad pública, centros de salud, vivienda, vías de comunicación, entretenimiento y sobre todo paz, la relación entre sociedad y gobierno fue prácticamente una luna de miel. Con excepción de algunos movimientos aislados de oposición --partidos, sindicatos, maestros, ferrocarrileros, estudiantes--, el resto de los mexicanos abdicaron a sus derechos políticos por conveniencia, por conformismo y hasta por sumisión.
En palabras de José Vasconcelos, la familia revolucionaria se convirtió en un “porfirismo colectivo”. La nación dependía de la voluntad de un hombre pero sólo durante seis años. Alrededor de su figura --como ha dicho Enrique Krauze-- se subordinaron los poderes de la federación, los gobiernos estatales y los sectores corporativos del partido oficial: obrero, campesino y burocrático. Al término del periodo, el presidente saliente designaba --por voluntad propia y obedeciendo a motivaciones incluso personales-- al sucesor.
Durante décadas, la única institución que gozó del respeto de la clase gobernante fue la del partido oficial. La cohesión interna, la disciplina y la sumisión de sus miembros se debía al eje permanente del poder: el presidente de la república. El hombre elegido --por imposición, no por votos-- se apropió de la historia, del discurso, de los medios. Con la fuerza de su autoritarismo ahogó los espacios que pretendía abrir la oposición. Mitificó la revolución bajo una premisa reduccionista: con ella o contra ella. Apoyar a los regímenes surgidos de la revolución significaba estar con la patria, con la nación, con el progreso, con las causas más justas y legítimas de la sociedad. Criticarla en cambio era cosa de traidores, reaccionarios y vendepatrias.
De 1940 a 2000, diez presidentes gobernaron el país. Ninguno conoció límites. Cada uno marcó con su propio estilo --“el estilo personal de gobernar” le llamó Daniel Cosío Villegas-- su sexenio. El sistema político mexicano tuvo sesenta años para construir un país diferente al que entregaron con saldo negativo el 1 de diciembre de 2000: con cuarenta millones de pobres, corrupción en todas las esferas del gobierno, narcotráfico, descomposición social y una deuda externa impagable.
La soberbia presidencial, su escasa capacidad para ver a largo plazo, su falta de compromiso con la ley y la democracia arruinaron al país. En 1914, alguien escuchó decir a Zapata: “la silla presidencial está embrujada, cualquier persona buena que se sienta en ella se convierte en mala”. Los presidentes del sistema político mexicano durante el siglo XX demostraron que, palabra por palabra, Zapata tenía razón.
La última llamada
Termina otro sexenio y el saldo, a primera vista, resulta negativo, más allá de la percepción de la gente y de la estabilidad económica. Se perdieron muchas oportunidades, principalmente, las necesarias para afianzar la transición hacia un régimen plenamente democrático. La grave situación política por la que atraviesa México --inseguridad, narcotráfico, movimientos sociales desbordados, falta de autoridad--, nos lleva por momentos a revivir la convulsionada década de 1920, en que cada toma de posesión se veía enrarecida hasta lo más profundo de la conciencia mexicana.
Frente a la desigualdad y la pobreza, el sexenio que comienza puede ser la última oportunidad para que la clase política, en conjunto, logre fincar las bases necesarias para encauzar al país hacia un verdadero proyecto nacional, de lo contrario, el 2010, puede convertirse --como el 1810 y el 1910--, en el año en que despertó furioso el México Bronco

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